Claro, los perdedores no van a las fiestas. O los derrotados quieres pensar, porque perdedor definitivamente no eres ¿o si?
¿Acaso asiste un político a la ceremonia de victoria de su opositor? Hitler prefirió suicidarse antes que ver a los aliados victoriosos, como una chica jamás asistirá a la boda del que creía el amor de su vida, con alguien mas que dista mucho de ser ella misma.
Pero hablamos de derrotas de verdad; el solo considerar el hacerse participe de la alegría y triunfo que no nos atañe será únicamente cuando sintamos que aun existe esa pequeña luz de esperanza, esa ventana a la oportunidad que, de estar cerrada, no pensaríamos en meter el pico siquiera. Hablamos de derrota máxima, irreversible, total, jamás de una derrota que para nosotros mismos (ya sea de forma consciente o no) no lo es.
La esperanza, esa tonta entrometida que nos hace seguir y buscar lo que no hay, que retrasa lo inevitable, es la invitación misma al festín ajeno, con la mesa puesta sobre nuestros sueños. Nuestra naturaleza hace que en primera instancia esa invitación este abierta, pero cuando no, la extrañamos a mas no poder.
Los derrotados no van a fiestas, no brindan por el gozo, no abrazan con emoción, no son partícipes de la algarabía. Simple y sencillamente, se quedan en casa, aunque jamás solos, al menos siempre contarán, por un tiempo no bien definido, con su derrota para que les haga compañía.